lunes, 2 de junio de 2014

La cotidianidad de un abuso.

Noche tras noche. Partido tras partido. LeBron James lleva dominando la NBA la friolera de 11 años. Algunos no lo quisimos ver y cuando lo vimos lo negamos hasta la saciedad. “No, no y no. LeBron es solo físico” decíamos cuando había demostrado por activa y por pasiva un control sobre el juego nunca antes visto. “No, no y no. LeBron se hace pequeño cuando el balón quema” argumentábamos cuando ya nos había dejado varios lanzamientos milagrosos, de esos que no se sabe como entran. Esas y otras miles de razones que saciaban nuestras ansias de buscar una excusa, saciaban nuestras ansias de no reconocer que un jugador de 2.03 y 113 kilos y que abusa en todas las zonas de la cancha de sus capacidades es un animal imparable. Pese a que conseguía los MVP con una solvencia insultante, teníamos a lo que agarrarnos. Los cero títulos y su show para ir a Miami, nos dieron aire.
  
Los no amantes de LeBron esperamos hasta el último momento para rendirnos a sus pies. Las finales de 2011 contra Dallas fueron una última liana a la que agarrarse en medio de un bosque que él ya había quemado hacía tiempo. El primer año de Bosh, Wade y LeBron jugando juntos en Miami acabó de la peor manera posible, con Dallas coronado como campeón cuando nadie lo esperaba y con un  James desesperado y decepcionado. Pero el de Akron se encargó de cortar la liana a la que nos agarrábamos muy pronto. Subió su nivel (si es que era posible) y disipó la rebelión de Durant y OKC para hacerse con su primer título NBA. La bofetada a sus críticos resonó en todo el mundo. La otra parte de la cara la recibió el año pasado cuando repitió anillo y MVP contra los veteranos, y a la vez tan jóvenes, Spurs.
    
Ahora, clasificado para su quinta final de la NBA, en busca de su tercer anillo consecutivo y con los bolsillos llenos de distinciones individuales nadie duda de él. No se puede. Le veo jugar y una sensación terrible me recorre el cuerpo: LeBron James ni siquiera juega al 100% en muchos partidos. Solo cuando lo necesita o lo que es peor, cuando le apetece. Aun así no le cuesta meter 30 puntos, coger 10 rebotes, hacer 8 asistencias o  dominar desde la defensa. Jamás, ni con mi adorado Kobe Bryant, he tenido la sensación de que si jugase todo el rato al tope de sus posibilidades, en 99 de cada 100 disputas no habría ninguna opción para el rival. Ninguna. Se ha instaurado en una línea de rendimiento de la que es difícil, por no decir imposible, verle bajar. Y tal vez eso es lo mejor que se puede decir de él. Se ha convertido en un reloj suizo que solo “falla” para marcar horas más altas: por ejemplo los 49 puntos en el cuarto partido de la serie contra Brooklyn.

Cuando empiece la final frente a los Spurs todas las cámaras volverán a estar pendientes de él, de cada movimiento, de cada tiro fallado o de cada músculo exhibido. No creo que le importe mucho, al fin y al cabo lleva siendo objetivo desde la juventud, desde que jugaba con su instituto y la NBA suspiraba por sus huesos. No ha debido ser fácil para él y tal vez de aquellos polvos vinieron los lodos en los que se metió cuando convirtió su futuro deportivo en un espectáculo televisivo.
   

Ahora, más de una década después de su llegada a la liga, ya se lo que pasó. Ya sé que es lo que me impidió disfrutar de él desde el momento cero. No estaba preparado para ver este tipo de dominio. No estaba preparado para ver el jugador total. No estaba preparado para ver como un jugador dominaba la liga de manera diferente a como lo habían hecho Michael Jordan y Kobe Bryant. No estaba preparado para entrar en una época de dominio 2.0. No estaba preparado para el baloncesto del futuro que LeBron James exhibe tan bien en el presente. Y en perspectiva me duele. Me duele porque no he disfrutado con los records de LeBron. Porque me he pasado más tiempo criticándole que disfrutándole.

Asi que supongo que siempre tendré a LeBron como una de esas relaciones difíciles de amor- odio.