Noche tras noche. Partido tras
partido. LeBron James lleva dominando la NBA la friolera de 11 años. Algunos no
lo quisimos ver y cuando lo vimos lo negamos hasta la saciedad. “No, no y no. LeBron
es solo físico” decíamos cuando había demostrado por activa y por pasiva un
control sobre el juego nunca antes visto. “No, no y no. LeBron se hace pequeño
cuando el balón quema” argumentábamos cuando ya nos había dejado varios
lanzamientos milagrosos, de esos que no se sabe como entran. Esas y otras miles
de razones que saciaban nuestras ansias de buscar una excusa, saciaban nuestras
ansias de no reconocer que un jugador de 2.03 y 113 kilos y que abusa en todas
las zonas de la cancha de sus capacidades es un animal imparable. Pese a que
conseguía los MVP con una solvencia insultante, teníamos a lo que agarrarnos.
Los cero títulos y su show para ir a Miami, nos dieron aire.
Los no amantes de LeBron
esperamos hasta el último momento para rendirnos a sus pies. Las finales de
2011 contra Dallas fueron una última liana a la que agarrarse en medio de un
bosque que él ya había quemado hacía tiempo. El primer año de Bosh, Wade y
LeBron jugando juntos en Miami acabó de la peor manera posible, con Dallas
coronado como campeón cuando nadie lo esperaba y con un James desesperado y decepcionado. Pero el de
Akron se encargó de cortar la liana a la que nos agarrábamos muy pronto. Subió
su nivel (si es que era posible) y disipó la rebelión de Durant y OKC para
hacerse con su primer título NBA. La bofetada a sus críticos resonó en todo el
mundo. La otra parte de la cara la recibió el año pasado cuando repitió anillo
y MVP contra los veteranos, y a la vez tan jóvenes, Spurs.
Ahora, clasificado para su quinta
final de la NBA, en busca de su tercer anillo consecutivo y con los bolsillos
llenos de distinciones individuales nadie duda de él. No se puede. Le veo jugar
y una sensación terrible me recorre el cuerpo: LeBron James ni siquiera juega
al 100% en muchos partidos. Solo cuando lo necesita o lo que es peor, cuando le
apetece. Aun así no le cuesta meter 30 puntos, coger 10 rebotes, hacer 8
asistencias o dominar desde la defensa.
Jamás, ni con mi adorado Kobe Bryant, he tenido la sensación de que si jugase
todo el rato al tope de sus posibilidades, en 99 de cada 100 disputas no habría
ninguna opción para el rival. Ninguna. Se ha instaurado en una línea de
rendimiento de la que es difícil, por no decir imposible, verle bajar. Y tal
vez eso es lo mejor que se puede decir de él. Se ha convertido en un reloj
suizo que solo “falla” para marcar horas más altas: por ejemplo los 49 puntos
en el cuarto partido de la serie contra Brooklyn.
Cuando empiece la final frente a
los Spurs todas las cámaras volverán a estar pendientes de él, de cada
movimiento, de cada tiro fallado o de cada músculo exhibido. No creo que le
importe mucho, al fin y al cabo lleva siendo objetivo desde la juventud, desde
que jugaba con su instituto y la NBA suspiraba por sus huesos. No ha debido ser
fácil para él y tal vez de aquellos polvos vinieron los lodos en los que se
metió cuando convirtió su futuro deportivo en un espectáculo televisivo.
Ahora, más de una década después
de su llegada a la liga, ya se lo que pasó. Ya sé que es lo que me impidió
disfrutar de él desde el momento cero. No estaba preparado para ver este tipo
de dominio. No estaba preparado para ver el jugador total. No estaba preparado
para ver como un jugador dominaba la liga de manera diferente a como lo habían
hecho Michael Jordan y Kobe Bryant. No estaba preparado para entrar en una
época de dominio 2.0. No estaba preparado para el baloncesto del futuro que
LeBron James exhibe tan bien en el presente. Y en perspectiva me duele. Me
duele porque no he disfrutado con los records de LeBron. Porque me he pasado más
tiempo criticándole que disfrutándole.
Asi que supongo que siempre tendré a LeBron como una de esas relaciones difíciles de amor- odio.
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